domingo, 31 de julio de 2011

Gaza


Si la vida fuera un árbol, que cada uno planta al nacer. Y ve crecer con el tiempo. Sano, robusto, firme. Si ella fuera solo la sujeción de un millar de hojas, verdes, frescas, embriagadas de clorofila. Y la percepción de la decadencia... la vejez. Cuando todas esas amigas danzarinas, volantes, que se marchitan, se desprenden sin más. Como recuerdos que se van perdiendo por un agujero en la memoria.
Y toda esa hojarasca, esos espíritus secos, marrones, se entremezclan en el vacío. Se diluyen y transforman en un mismo color, que recorre, como savia tu tronco. Y que alimenta, como sangre tus órganos.
Sorbiendo fuertemente de las raíces. Secando tu corteza, como el otoño.

Dejándote frío y solo, como el viento en el invierno. Y perdiendo de vista, la vista. Alimentándote de pura racionalidad. Te quedas quieto, observando en tu retina, cómo marchita la vida. Y el abstracto infinito del olvido y el recuerdo.
Y de entre tus manos, regados por las lágrimas, se cristaliza bella, temida. Cada agosto, cada recuerdo, cada momento, cada canción.

Y ya caduco, viejo y olvidado, te das cuenta de que nadie se marcha de esta vida, sin llevarse consigo esa flor.


La absurda compañía del adiós.

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